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Incluso dos años después, nos entristece anunciar que Carlos Díaz Gallego falleció el 15 de diciembre de 2020 a consecuencia de Covid. No obstante, este blog continuará.
Este es el texto que se pronunció en su funeral:

 

"Con nuestro padre, abuelo y suegro no es sólo un hombre, sino toda una historia la que recordamos. Carlos nació el 10 de noviembre de 1926 en un pequeño pueblo de Galicia, en el noroeste de España, a 150 km de Santiago de Compostela: A Ermida. Es un pueblo encaramado en lo alto de una pequeña colina que domina el valle de Quiroga: un valle verde, rodeado de montañas de tamaño medio y regado por múltiples ríos, el mayor de los cuales es el río Sil. Esta región fue ocupada en la prehistoria por la llamada civilización castreña, por los celtas y, más tarde, por los romanos, que explotaron las minas de oro y plantaron viñedos. El rastro más antiguo del cristianismo en la región, que data del siglo V, se encuentra en la iglesia de A Ermida.

 

 

 

Me salto diez siglos de historia y llego a las tropas de Napoleón. Pasaron por el valle de Quiroga hace más de dos siglos, pero los historiadores locales aún recuerdan una batalla en la que fueron rechazados. En definitiva, mi padre nació en un pueblo que siempre me describió como un poco rebelde, unido contra los terratenientes, abanderando la causa de la República (de la que su padre fue concejal).

 

 

 

Era hijo de Manuel Díaz y Dolores Gallego, y creció en el seno de una familia campesina. En aquella época, ser campesino no era una profesión sino una condición. Uno nacía rico o campesino, y ser campesino significaba poder producir sus propios alimentos (en familia), más un excedente para pagar los impuestos y comprar las pocas cosas que no podía hacer uno mismo. Pero además de agricultor, Manuel era herrero. Hasta mediados del siglo XX, practicaba el oficio con técnicas heredadas de la Edad Media e incluso de la época romana, sin agua corriente ni electricidad, utilizando los materiales que había en la zona. De la profesión de su padre, su hijo Carlos heredó el deseo de apartarse del trabajo de la tierra, para el que, según sus hermanas, no estaba muy dotado.

 

 

 

Tal vez por eso fue enviado a Bilbao muy joven (alrededor de los 16 años) para trabajar con un tío que tenía una gran ferretería. Allí aprendió y trabajó durante un tiempo como vendedor y viajante, pero tuvo que volver a Galicia para ayudar a su familia. Además de trabajar en el campo, Carlos hacia zuecos, es decir, fabricaba a mano el tradicional calzado con suela de madera.

 

 

 

Aunque no pudo estudiar, muy a su pesar, siempre sintió curiosidad por las innovaciones técnicas. Por ejemplo, siguió un curso por correspondencia de tecnología radiofónica y, sobre todo, gracias a una cámara que le prestó un buen amigo (“Quique”), aprendió a hacer fotografías, que pronto se convirtieron en su profesión. De 1958 a 1962, Carlos recorrió los pueblos de los alrededores fotografiando fiestas, bodas, pequeños acontecimientos que interrumpían el ciclo de las estaciones, y también los paisajes y la vida cotidiana. Como si fuera consciente de la importancia de este trabajo, que no tenía ninguna pretensión artística, mi padre archivó cuidadosamente todos sus negativos (más de 10.000) hasta que, medio siglo después, la tecnología permitió escanearlos fácilmente y ponerlos en Internet, convirtiéndose en un precioso testimonio de una época en la que muchos han podido reencontrarse.

 

 

 

Sin embargo, la fotografía no le permitía ganarse realmente la vida, sobre todo porque el color se estaba convirtiendo en la nueva norma y mi padre no tenía medios económicos para adquirir el equipo que le hubiera permitido seguir esa evolución. Sin duda, esta es la razón por la que se planteó emigrar. ¿Por qué eligió Francia y no Alemania, Suiza, Argentina, Venezuela o Estados Unidos, los otros destinos a los que iban los emigrantes de su generación? No lo sé, el caso es que las fábricas de Citroën en el Quai de Javel necesitaban mano de obra y la España de Franco había entendido la ventaja de abrirse al exterior y obtener divisas, así que mi padre consiguió un contrato de trabajo por la vía oficial, con el viaje ya pagado, y nada más bajar del tren en 1962 le pusieron a trabajar en la línea de montaje. Pensaba que sólo permanecería unos meses y había guardado su laboratorio fotográfico, pero al final se quedó 58 años, la mayor parte de su vida. Fue en Francia donde conoció o más bien reencontró a mi madre, a la que ya conocía. Se casaron en 1964 y se instalaron en Saint Maurice, donde tuvieron a su hija, donde años después dieron la bienvenida a su futuro yerno y donde acogieron a sus nietos durante parte de las vacaciones. Mi padre pasó de fabricar coches a repararlos, aprendiendo mecánica tanto en el trabajo como de forma autodidacta en los libros, y fue en una empresa de reparación de camiones de remolque donde trabajó hasta su jubilación.

 

 

 

Mi infancia estuvo arrullada por discusiones entre amigos y compañeros, de las que no entendía nada, salvo que tras una serie de misteriosas manipulaciones, la avería había sido finalmente encontrada y el camión reparado. También recuerdo su primer coche: un Dauphine de segunda mano que echaba humo negro al comprarlo, y que fue desmontado por mi padre y desparramado como un rompecabezas en el patio de casa antes de volver a ser montado y dejado en condiciones de circular.

 

 

 

Quisiera terminar este homenaje no tanto recordando sus cualidades humanas que todos conocemos y que echaremos mucho de menos, sino elaborando una lista no exhaustiva de objetos, aparte de sus fotos, que este espíritu curioso, inventivo y ligeramente travieso, este gran manitas, habrá dejado tras de sí y de los que no todos están condenados a desaparecer con él:

 

 

 

Muebles de madera: camas, mesas, armarios, taburetes, bancos, revisteros, muebles de cocina multicolor.

 

 

 

Juguetes: molinos de agua, una barca hecha con botellas de plástico y un motor con hélices recicladas que pudo cruzar un lago de forma autónoma, un carro para deslizarse por las pistas, una cama de muñecas, una pizarra/teatro de marionetas, una jaula para una cobaya.

 

 

 

Objetos más pequeños como cajas, bastidores, perchas y lo que yo llamaría una "colmena de emergencia" que mi padre había construido a toda prisa cuando un enjambre de abejas se había instalado en su huerto en España, y que dio lugar durante varios años a una pequeña producción de miel que se vendía en el mercadillo de Saint Maurice.

 

 

 

Una furgoneta  totalmente equipada con cocina y camas.

 

 

 

Y por último, un horno de pan flanqueado por una barbacoa cuya parrilla se puede subir y bajar mediante un pedal y una cadena de bicicleta.

 

 

 

El pasado tiene este privilegio sobre el futuro que es necesario: mientras que el futuro es indeterminado, desconocido y puede ser o no ser, el pasado no puede ser de otra manera que lo que fue y nadie podría modificarlo. Pero nuestro presente es el resultado de ese pasado y lleva sus huellas. Mi padre ya pertenece por completo al pasado y las huellas que deja en nuestro presente permanecen y su curiosidad, su humor, su benevolencia, su ojo fotográfico, seguirán alimentando nuestras vidas durante mucho tiempo."